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¡Vivir en La Paz! ¡Vivir en Kiliwa!

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La vida en La Paz también se saborea en su gastronomía. La cocina paceña combina tradición y frescura: desde tacos de pescado y aguachiles preparados con mariscos recién salidos del mar, hasta burritos de machaca y dulces regionales hechos con dátiles y frutas locales. Cada platillo es una invitación a celebrar la tierra y el mar que lo hacen posible.

La calidez de la gente es otro de los grandes tesoros de esta ciudad. Los paceños son hospitalarios, cercanos y orgullosos de compartir su cultura y su estilo de vida. Aquí, las relaciones humanas son más sencillas: un saludo en la calle, una charla en la plaza, una invitación espontánea para compartir la mesa. Vivir en La Paz es sentir que la comunidad te abraza.

Y aunque es una ciudad tranquila, La Paz también vibra con cultura y tradición. Sus festivales, como el Carnaval, llenan las calles de música, color y alegría; sus galerías y espacios culturales muestran el talento local; y su malecón se convierte en escenario cotidiano de paseos, risas y encuentros.

Vivir en La Paz es un regalo constante. Es despertar con el sol reflejándose en el mar, dejarse maravillar por la naturaleza, saborear la frescura de su comida y sentir en cada instante la gratitud de estar en un lugar donde todo invita a vivir con plenitud.

La Paz no solo es un destino para visitar: es un lugar para elegir como hogar.  Un espacio donde el tiempo se saborea despacio, donde la naturaleza abraza y donde la vida se siente más auténtica, más humana y más feliz.

Vivir en La Paz, Baja California Sur es descubrir cada día un pedacito de paraíso. Esta ciudad costera, bañada por el Mar de Cortés —conocido como el acuario del mundo—, regala una mezcla perfecta entre tranquilidad, belleza natural y la calidez de su gente. No es casualidad que muchos la llamen la joya del Pacífico mexicano.

Aquí la vida fluye despacio, con un ritmo distinto al de las grandes ciudades. Vivir en La Paz significa despertarse con el canto de las gaviotas y el sonido del mar, disfrutar de un café en el malecón mientras el sol ilumina el horizonte, comer un ceviche fresco al mediodía y terminar la jornada contemplando un atardecer inolvidable que tiñe el cielo de naranjas, lilas y dorados. Cada día se convierte en un recordatorio de lo valioso que es vivir con calma.

La naturaleza es una vecina generosa. A solo minutos del centro se encuentran playas que parecen sacadas de una postal: Balandra, con su arena blanca y aguas turquesa, o Tecolote, donde la brisa marina invita a relajarse y compartir con amigos y familia. El Mar de Cortés abre sus puertas a experiencias únicas: nadar con tiburón ballena, remar en kayak junto a delfines, explorar arrecifes coloridos o simplemente dejarse llevar por la serenidad de sus aguas tranquilas.

Pero La Paz no es solo mar. A poca distancia, la Sierra de la Laguna ofrece montañas frescas, senderos verdes y paisajes contrastantes que sorprenden en pleno desierto. Es un recordatorio de la riqueza natural que convive en este rincón del mundo.

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Legorreta Arquitectos es uno de los estudios de arquitectura más prestigiosos de México y con mayor proyección internacional. Fundado en 1965 por Ricardo Legorreta (1931–2011), discípulo del gran arquitecto Luis Barragán, el despacho nació con la misión de crear espacios que no solo resolvieran funciones, sino que transmitieran emociones y celebraran la identidad mexicana.

Desde sus inicios, Legorreta se distinguió por su manera única de jugar con la luz, el color y el espacio. Sus muros de tonos intensos —rosas, naranjas, amarillos y rojos— se convirtieron en una firma reconocible, evocando la calidez de México. Los volúmenes geométricos, las proporciones generosas y el manejo magistral de los patios y las sombras dan como resultado una arquitectura que es moderna y al mismo tiempo profundamente enraizada en la tradición.

Entre sus primeras obras icónicas está el Hotel Camino Real (1968) en Ciudad de México, un proyecto que rompió con la estética de la época al integrar color, monumentalidad y un sentido de mexicanidad que aún hoy lo hacen un referente. Más adelante, el despacho firmó proyectos como el Papalote Museo del Niño, la Biblioteca Central de Monterrey, la Escuela de Negocios de Stanford en California, el Pershing Square en Los Ángeles y numerosos espacios públicos, educativos y culturales alrededor del mundo.

Tras el fallecimiento de Ricardo Legorreta en 2011, la dirección del despacho pasó a manos de su hijo, Víctor Legorreta, quien ha sabido mantener vivo el legado mientras lo proyecta hacia nuevas generaciones. Hoy, Legorreta Arquitectos sigue desarrollando proyectos en México, Estados Unidos, Europa y Asia, manteniendo un estilo propio: emocional, humano y profundamente ligado a la cultura mexicana.

Su arquitectura no es solo funcional, es emocional. Cada espacio está diseñado para invitar a la convivencia, abrazar al visitante y generar experiencias memorables. En los detalles de cada muro, en la manera de integrar el color, en el diálogo con la naturaleza, se encuentra un homenaje a México y a la riqueza de su identidad cultural.

Actualmente, el despacho es un referente de la arquitectura contemporánea mexicana, llevando el sello de México a cada rincón del mundo y recordándonos que la arquitectura también puede ser un puente entre tradición, modernidad y emoción.

Arquitectura y Diseño Mexicano 

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El diseño de Legorreta y la cultura Kiliwa parecen venir de mundos distintos, pero en realidad comparten un mismo lenguaje: el de la conexión profunda con la tierra, la luz y la identidad mexicana.

Legorreta es reconocido por su uso vibrante del color, sus formas geométricas y la manera en que sus espacios abrazan la luz natural. Su arquitectura transmite alegría, fuerza y pertenencia, elementos que dialogan de manera natural con la simbología Kiliwa, presente en sus artesanías y tradiciones.

Los patrones geométricos kiliwas, que representan estrellas, viento y agua, encuentran eco en los volúmenes y planos de Legorreta. Y los colores intensos que caracterizan al despacho —rosas, naranjas, rojos— se sienten como una extensión de los tonos del desierto, el cielo y la montaña que inspiran a la comunidad Kiliwa.

Mientras los kiliwas nos recuerdan que cada objeto guarda memoria y espiritualidad, Legorreta transforma esa filosofía en espacios que respiran cultura y emoción. Juntos, forman una mancuerna que celebra lo mejor de México: la unión de tradición y modernidad, el respeto a la naturaleza y la creatividad como puente entre pasado y futuro.

¿Quienes son los Kiliwas? 

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Hablar de los Kiliwas es hablar de las raíces más auténticas de Baja California. Su idioma, sus colores, su simbología y sus costumbres son un tesoro que nos conecta con la tierra, el desierto, el mar y el cielo estrellado.

Conservar la cultura kiliwa no es mirar al pasado, es darle vida al presente. Cada palabra en su lengua guarda una forma única de entender el mundo. Cada canasta tejida cuenta una historia de paciencia, creatividad y sabiduría transmitida de generación en generación.

Imagina un futuro donde sus colores se ven en todos lados, su arte brille en las manos de jóvenes artesanos y su idioma siga floreciendo en nuevas generaciones. Defender su cultura es celebrar la diversidad, el color y la magia de Baja California.

Porque cuando una cultura se mantiene viva, se mantiene viva también la memoria de un pueblo. Y en el caso de los kiliwas, eso significa mantener abierto un puente hacia la naturaleza, la resiliencia y la alegría de existir en comunidad.

Los Kiliwas han dejado en sus artesanías mucho más que objetos: han dejado símbolos, historias y memorias de su conexión con la naturaleza.

En su arte, los diseños geométricos representan el movimiento del viento, las estrellas del desierto y el fluir del agua en un territorio donde cada recurso es sagrado. Los rombos, espirales y líneas entrelazadas hablan de la unión entre la comunidad, la familia y la tierra que les da vida.

Cada fibra de palma o sotol entretejida no solo es belleza, también es resiliencia: la paciencia de transformar lo sencillo en extraordinario. Los colores naturales evocan la fuerza del sol, la pureza de la arena y la fertilidad de las montañas.

La simbología Kiliwa es un recordatorio de que todo en el mundo está conectado: el cielo con la tierra, los animales con los humanos, lo visible con lo invisible. Sus artes son, en esencia, mensajes que viajan del pasado al presente para enseñarnos a vivir en armonía.

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